La mejor manera de encontrar el “verdadero” sentido de las normas jurídicas es la contraposición entre la interpretación subjetiva, orientada al descubrimiento del sentido que le dio a la norma, en el momento de establecerla, el sujeto jurídico que la creó, y la interpretación objetiva, orientada al descubrimiento del sentido que esa norma tiene ya en sí misma, dentro del ordenamiento, en el momento de aplicarla.
La teoría subjetiva
Los defensores de esta teoría dan por supuesto que el contenido de las normas jurídicas sigue definiéndose siempre por el mandato originario que estableció en ellas su autor al promulgarlas.
Consecuentemente, propugnan la aplicación de la siguiente regla o criterio interpretativo básico: el intérprete ha de colocarse en cierta medida en la posición del legislador originario, asumiendo todas sus ideas y proyectos e intentando saber cuáles fueron los propósitos concretos que el legislador tuvo a la vista y cuál fue el espíritu que presidió la redacción de la ley. Y ese será el contenido normativo que habrá que aplicarse, porque ese es también el contenido propio y genuino de las normas.
Sin embargo, lo que sucede más bien es que el contenido del Derecho, por el connatural carácter dinámico de éste, no queda nunca congelado dentro de los límites que tenía cuando los preceptos jurídicos fueron creados. Junto al sentido originario, y por encima de él, está el sentido actual de las normas.
Así pues, la teoría subjetiva ha ido perdiendo terreno dentro del campo doctrinal de la interpretación jurídica a favor de la teoría objetiva.
La teoría objetiva
Esta teoría considera que la interpretación jurídica ha de orientarse al descubrimiento del sentido que tienen las propias normas en el momento de ser aplicadas.
Es, pues, fruto de la apuesta por una interpretación dinámica en lugar de la defensa de la interpretación estática.
La defensa de este método arranca de la creencia en que la ley, una vez promulgada y en vigor, adquiere vida propia, va conformando su contenido normativo en función de las circunstancias y necesidades sociales.
Consecuentemente, la interpretación objetiva obliga al intérprete a perseguir el sentido o significado que radica en la propia ley en sus ideas y en las consecuencias por ella implicadas, y no en la voluntad del legislador.
La teoría subjetiva
Los defensores de esta teoría dan por supuesto que el contenido de las normas jurídicas sigue definiéndose siempre por el mandato originario que estableció en ellas su autor al promulgarlas.
Consecuentemente, propugnan la aplicación de la siguiente regla o criterio interpretativo básico: el intérprete ha de colocarse en cierta medida en la posición del legislador originario, asumiendo todas sus ideas y proyectos e intentando saber cuáles fueron los propósitos concretos que el legislador tuvo a la vista y cuál fue el espíritu que presidió la redacción de la ley. Y ese será el contenido normativo que habrá que aplicarse, porque ese es también el contenido propio y genuino de las normas.
Sin embargo, lo que sucede más bien es que el contenido del Derecho, por el connatural carácter dinámico de éste, no queda nunca congelado dentro de los límites que tenía cuando los preceptos jurídicos fueron creados. Junto al sentido originario, y por encima de él, está el sentido actual de las normas.
Así pues, la teoría subjetiva ha ido perdiendo terreno dentro del campo doctrinal de la interpretación jurídica a favor de la teoría objetiva.
La teoría objetiva
Esta teoría considera que la interpretación jurídica ha de orientarse al descubrimiento del sentido que tienen las propias normas en el momento de ser aplicadas.
Es, pues, fruto de la apuesta por una interpretación dinámica en lugar de la defensa de la interpretación estática.
La defensa de este método arranca de la creencia en que la ley, una vez promulgada y en vigor, adquiere vida propia, va conformando su contenido normativo en función de las circunstancias y necesidades sociales.
Consecuentemente, la interpretación objetiva obliga al intérprete a perseguir el sentido o significado que radica en la propia ley en sus ideas y en las consecuencias por ella implicadas, y no en la voluntad del legislador.