En teoría, la norma jurídica funcionaría como un sencillo silogismo, en cuya virtud si se produce el evento X se generarán los efectos án los efectos Y. Dicho de otra manera, las consecuencias jurídicas de cualquier hecho o acto se encontrarían predeterminadas por el Derecho positivo de tal manera que incluso en relación a los actos humanos conscientes y voluntarios, la libertad o albedrío de la persona quedaría limitada a la decisión de realizar o no el acto que representa el supuesto de hecho típico de la norma jurídica aplicable.
Semejante entendimiento de la cuestión presenta, al menos, dos objeciones fundamentales que la doctrina jurídica ha tratado de superar recurriendo a una categoría complementaria de las anteriores, el negocio jurídico:
Ante ello, se impone considerar que la titularidad de los derechos subjetivos reconocidos o atribuidos a las personas no son un fin en sí mismos, sino un vehículo de satisfacción de los propios intereses de los particulares. Por tanto, ha de reconocerse a las personas la capacidad de “negociar” con sus derechos y de utilizarlos como les convenga conforme a la satisfacción de sus intereses.
Este poder de iniciativa atribuido a los particulares, en cuya virtud pueden establecer las reglas aplicables para conseguir sus fines, se identifica con el denominado principio de “autonomia privada”, pues en la medida en que implica dotar a los particulares de una cierta potestad normativa o reglamentadora, jurídicamente eficaz, viene a actuar en paralelo a la potestad o al poder que tienen los órganos políticamente legitimados para dictar reglas o normas jurídicas generales. En efecto, se habla de autonomía privada, en cuanto atribución a los particulares de un poder de autorregulación o de autogobierno en las relaciones jurídicas privadas.
El reconocimiento de la autonomía privada supone que las relaciones entre particulares se encuentran sometidas no sólo a las normas jurídicas en sentido estricto (ley, costumbre y principios generales) sino también a las propias reglas creadas por los particulares.
En nuestro sistema jurídico-privado, la idea de autonomía privada se encuentra generalmente aceptada y se fundamenta en el artículo 1.255 del Código Civil, según el cual “los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público”. El Código Civil va más allá al afirmar que “las obligaciones nacidas de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes y deben cumplirse al tenor de los mismos”.
Ámbito
Si la autonomía privada es un poder del individuo que le permite el gobierno de su esfera jurídica, los cauces fundamentales de su realización se pueden encontrar en:
Límites
La autonomía privada no es una regla de carácter absoluto, ello supondría reconocer el imperio sin límite del arbitrio individual. La naturaleza del hombre y el respeto a la persona exigen el reconocimiento de la autonomía, pero el orden social precisa que esta autonomía no sea absoluta, sino limitada y el señalamiento de estos límites debe ser equilibrado de manera que sean tan amplios como para perturbar el orden ni tan reducidos que llegan a suprimir la propia autonomía.
Los límites de la autonomía privada son tres:
1.- El límite legal
La ley puede limitar el poder de constitución de relaciones jurídicas bien prohibiéndolas o imponiendo determinadas relaciones jurídicas a los individuos. Son actos de constitución forzada de relaciones, contratos forzosos (un arrendamiento, una venta...)
También la ley puede limitar el poder de determinación del contenido de las relaciones que crea la autonomía privada. Son relaciones libremente creadas, negocios permitidos y libres, pero la restricción de la ley puede ser de prohibición de determinados contenidos o de imposición. Es la determinación coactiva del contenido de una relación y en estos casos la norma constituye la fuente directa de reglamentación de la misma.
En cualquier caso, al hablar de límites legales a la autonomía privada se está haciendo referencia a leyes de contenido imperativo, ya que las leyes dispositivas permitirían el desplazamiento de su eficacia por aquella autonomía.
2.- La moral
Son las buenas costumbres, pero al no positivarse la moral de una forma concreta, el margen del intérprete y juzgador para su aplicación es teóricamente amplísimo.
La mora no puede identificarse con preceptos de este tipo de una determinada concepción religiosa. El reconocimiento del principio de igualdad de todas las confesiones ante la ley, el derecho de la persona a profesar cualquier credo religioso o a no profesarlo, impide esa identificación y tampoco puede identificarse la moral con la ética de cada individuo.
Se trata pues, de una conducta moral exigible y exigida en la normal convivencia de las personas estimadas honestas, rectas en su proceder.
3.- El orden público
El Tribunal Supremo acepta como concepción del orden público los principios jurídicos, públicos y privados, políticos, morales y económicos que son absolutamente obligatorios para la conservación del orden social en un pueblo y en una época determinada. Otra definición sería la de principios o directivas que en cada momento informan las instituciones jurídicas.
El orden público no viene a ser más que la expresión que se le da a la función de aquellos principios en el ámbito de la autonomía privada, consistente en limitar su desenvolvimiento en lo que los vulnere y básicamente hoy tienen que tenerse en cuenta como integrantes del orden público a los derechos fundamentales reconocidos en la CE.
Semejante entendimiento de la cuestión presenta, al menos, dos objeciones fundamentales que la doctrina jurídica ha tratado de superar recurriendo a una categoría complementaria de las anteriores, el negocio jurídico:
- En primer lugar, la libertad de la persona no puede quedar reducida al extremo de limitarse a decidir si lleva a cabo o no el supuesto de hecho contemplado en las normas jurídicas. Al menos en las relaciones entre particulares, resulta necesario reconocier a las personas ámbitos de libertad superiores, que les permitan no sólo decidir si realizan o no determinado acto, sino poder determinar las consecuencias del mismo, conforme al propio acuerdo o pacto conseguido con otra persona o según la propia voluntad del actuante.
- En segundo lugar, la omnicomprensividad del Ordenamiento Jurídico no llega al extremo de prever una solución concreta para todo hecho o acto jurídico realmente acaecido.
Ante ello, se impone considerar que la titularidad de los derechos subjetivos reconocidos o atribuidos a las personas no son un fin en sí mismos, sino un vehículo de satisfacción de los propios intereses de los particulares. Por tanto, ha de reconocerse a las personas la capacidad de “negociar” con sus derechos y de utilizarlos como les convenga conforme a la satisfacción de sus intereses.
Este poder de iniciativa atribuido a los particulares, en cuya virtud pueden establecer las reglas aplicables para conseguir sus fines, se identifica con el denominado principio de “autonomia privada”, pues en la medida en que implica dotar a los particulares de una cierta potestad normativa o reglamentadora, jurídicamente eficaz, viene a actuar en paralelo a la potestad o al poder que tienen los órganos políticamente legitimados para dictar reglas o normas jurídicas generales. En efecto, se habla de autonomía privada, en cuanto atribución a los particulares de un poder de autorregulación o de autogobierno en las relaciones jurídicas privadas.
El reconocimiento de la autonomía privada supone que las relaciones entre particulares se encuentran sometidas no sólo a las normas jurídicas en sentido estricto (ley, costumbre y principios generales) sino también a las propias reglas creadas por los particulares.
En nuestro sistema jurídico-privado, la idea de autonomía privada se encuentra generalmente aceptada y se fundamenta en el artículo 1.255 del Código Civil, según el cual “los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público”. El Código Civil va más allá al afirmar que “las obligaciones nacidas de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes y deben cumplirse al tenor de los mismos”.
Ámbito
Si la autonomía privada es un poder del individuo que le permite el gobierno de su esfera jurídica, los cauces fundamentales de su realización se pueden encontrar en:
- El patrimonio, en cuanto que engloba la totalidad de los poderes jurídicos del individuo sobre bienes y relaciones jurídicas de naturaleza económica.
- El derecho subjetivo, en cuanto significa la concesión de un poder jurídico sobre bienes de todo tipo y una garantía de libre goce de los mismos, como medio de realización de los fines e intereses del hombre.
- El negocio jurídico, en cuanto que es el acto por virtud del cual se dicta una reglamentación autónoma para las relaciones jurídicas o se crean, modifican o extinguen las mismas.
Límites
La autonomía privada no es una regla de carácter absoluto, ello supondría reconocer el imperio sin límite del arbitrio individual. La naturaleza del hombre y el respeto a la persona exigen el reconocimiento de la autonomía, pero el orden social precisa que esta autonomía no sea absoluta, sino limitada y el señalamiento de estos límites debe ser equilibrado de manera que sean tan amplios como para perturbar el orden ni tan reducidos que llegan a suprimir la propia autonomía.
Los límites de la autonomía privada son tres:
1.- El límite legal
La ley puede limitar el poder de constitución de relaciones jurídicas bien prohibiéndolas o imponiendo determinadas relaciones jurídicas a los individuos. Son actos de constitución forzada de relaciones, contratos forzosos (un arrendamiento, una venta...)
También la ley puede limitar el poder de determinación del contenido de las relaciones que crea la autonomía privada. Son relaciones libremente creadas, negocios permitidos y libres, pero la restricción de la ley puede ser de prohibición de determinados contenidos o de imposición. Es la determinación coactiva del contenido de una relación y en estos casos la norma constituye la fuente directa de reglamentación de la misma.
En cualquier caso, al hablar de límites legales a la autonomía privada se está haciendo referencia a leyes de contenido imperativo, ya que las leyes dispositivas permitirían el desplazamiento de su eficacia por aquella autonomía.
2.- La moral
Son las buenas costumbres, pero al no positivarse la moral de una forma concreta, el margen del intérprete y juzgador para su aplicación es teóricamente amplísimo.
La mora no puede identificarse con preceptos de este tipo de una determinada concepción religiosa. El reconocimiento del principio de igualdad de todas las confesiones ante la ley, el derecho de la persona a profesar cualquier credo religioso o a no profesarlo, impide esa identificación y tampoco puede identificarse la moral con la ética de cada individuo.
Se trata pues, de una conducta moral exigible y exigida en la normal convivencia de las personas estimadas honestas, rectas en su proceder.
3.- El orden público
El Tribunal Supremo acepta como concepción del orden público los principios jurídicos, públicos y privados, políticos, morales y económicos que son absolutamente obligatorios para la conservación del orden social en un pueblo y en una época determinada. Otra definición sería la de principios o directivas que en cada momento informan las instituciones jurídicas.
El orden público no viene a ser más que la expresión que se le da a la función de aquellos principios en el ámbito de la autonomía privada, consistente en limitar su desenvolvimiento en lo que los vulnere y básicamente hoy tienen que tenerse en cuenta como integrantes del orden público a los derechos fundamentales reconocidos en la CE.