La categoría de las personas jurídicas fue desconocida en el Derecho Romano. La doctrina ha debatido ampliamente, sobre todo durante el siglo XIX, el fundamento y la admisibilidad de las personas jurídicas, girando básicamente las opiniones entre la tesis de considerarlas una ficción del Derecho o, por el contrario, realidades preexistentes a las normas jurídicas que las reconocen y perfilan en sus derechos y obligaciones.
La persona jurídica como persona ficta
La personificación general de las entidades y agrupaciones sociales se producirá en los siglos medievales, cuando los canonistas tratan de instaurar un sistema que permita la consideración de las colectividades religiosas (germen de las actuales asociaciones) y de las causas pías (antecedentes de las fundaciones actuales) como entes separados y distintos de los propios miembros individuales que lo componen, conforme a los intereses terrenales de la Iglesia Católica.
A mediados del siglo XIII, el Papa Inocencia IV logra imponer en el Concilio de Lyon la, posteriormente, llamada teoría de la ficción, con ocasión de evitar que las ciudades puedan ser objeto de una excomunión general y colectiva, como hasta entonces había defendido el Derecho Canónico.
A partir de entonces, en cuanto personae fictae, las agrupaciones o entidades que se consideran dotadas de un cierto interés público, actúan en el tráfico como personas independientes de los miembros que las forman, siempre y cuando contasen con el debido reconocimiento o autorización del poder secular o eclesiástico correspondiente.
Dicho estado de cosas continúa hasta el momento en que se consolidan las Monarquías absolutas replanteándose de nuevo la tensión recurrente entre el Estado (difícilmente distinguible del propio monarca) y los individuos particulares.
De otra parte, en el siglo XVI aparecen ya en estado embrionario las sociedades anónimas. Bajo la forma de compañías comerciales o “Compañías de Indias” consiguen el privilegio de comerciar en régimen de monopolio en las lejanas tierras “recién descubiertas” y limitar su responsabilidad a las aportaciones de los socios, sin que en ningún caso los acreedores de las compañías pudieran dirigirse contra los patrimonios particulares de los socios. Este último dato técnico, la limitación de la responsabilidad patrimonial, se convierte a partir de ahora en una de las notas características de la persona jurídica.
Por consiguiente, el punto final de la evolución apuntada comporta la desaparición del interés público para dejar paso al interés particular de los socios.
En el siglo XIX, la construcción teórica de Savigny refuerza la “teoría de la ficción”, calificando a las personas jurídicas de “ficticias” y señalando las barreras existentes entre los tipos básicos de personas jurídicas de interés para el Derecho Civil: las Asociaciones y las Fundaciones.
La Concepción Antropomórfica
A finales del siglo XIX, otro gran jurista alemán, OTTO VON GIERKE, propone el abandono de la teoría de la persona ficta, demostrando que las que llamamos personas jurídicas no eran una pura creación del legislador, sino una serie de organismos o entidades que realmente tienen una innegable presencia social, una vida propia e independiente de los seres humanos que la comportan. Por tanto, el Derecho no lleva a cabo una verdadera creación de tales entes, sino que se limita al reconocimiento de su existencia y a establecer el régimen jurídico que les debe resultar aplicable, fijando su ámbito de actuación.
El reconocimiento de la personalidad y la doctrina del “levantamiento del velo”
El planteamiento antropomórfico de Gierke tiene alguna fisura de importancia, precisamente pro cuanto se refiere al control de las personas jurídicas por el propio Ordenamiento jurídico. Si se parte de la base de que éste ha de reconocerlas, al menos se habrá de admitir que el Derecho regule las condiciones y presupuestos que han de cumplir para que se les otorgue la personalidad jurídica.
Por tales razones, ya en el siglo XX, la persona jurídica no puede analizarse exclusivamente desde el punto de vista del fundamento de su existencia, sino considerando las condiciones de admisibilidad de los distintos tipos de personas jurídicas reconocidas por el propio sistema jurídico. Así pues, siendo el substratum antropomórfico un punto de partida imprescindible, es igualmente necesario un acto de reconocimiento legislativo a efectos del otorgamiento de la personalidad jurídica al tipo de organización social preexistente.
Es más, incluso una vez creada la persona jurídica y reconocido, por tanto, su ámbito propio de autonomía, no puede dejar de pensarse en la posibilidad de controlar la actuación concreta de las personas jurídicas. Los abusos llevados a cabo bajo el amparo del hermetismo de la persona jurídica han sido tantos que, finalmente, los tribunales han debido atender a la realidad subyacente en los casos más ostensibles de actuación fraudulenta. Se resuelve, pues, evitar tal desenlace, acudiendo a la idea figurada de “levantar el velo” o de “desentenderse de la personalidad jurídica” de las personas jurídicas y analizar el fondo de la cuestión para llegar a soluciones presididas por la justicia.
La doctrina del “levantamiento del velo” constituye así un punto de llegada que desde la práctica judicial americana (que fueron los primeros en llegar a esa conclusión) ha pasado a los países europeos y, entre ellos, España. Nuestro Tribunal Supremo, sin acudir explícitamente a dicha expresión, ha considerado en numerosas ocasiones inoponible la separación de personas y patrimonios cuando ella se alega de mala fe; desde 1984 en adelante, son numerosas las cuestiones en las que, textualmente, se formula una doctrina jurisprudencial completa y perfilada de la doctrina del “levantamiento del velo”, que consiste en que “si la estructura formal de la persona jurídica se utiliza con una finalidad fraudulenta y de forma desajustada, los Tribunales podrán descartarla con la correlativa separación entre sus respectivos patrimonios”.
La persona jurídica como persona ficta
La personificación general de las entidades y agrupaciones sociales se producirá en los siglos medievales, cuando los canonistas tratan de instaurar un sistema que permita la consideración de las colectividades religiosas (germen de las actuales asociaciones) y de las causas pías (antecedentes de las fundaciones actuales) como entes separados y distintos de los propios miembros individuales que lo componen, conforme a los intereses terrenales de la Iglesia Católica.
A mediados del siglo XIII, el Papa Inocencia IV logra imponer en el Concilio de Lyon la, posteriormente, llamada teoría de la ficción, con ocasión de evitar que las ciudades puedan ser objeto de una excomunión general y colectiva, como hasta entonces había defendido el Derecho Canónico.
A partir de entonces, en cuanto personae fictae, las agrupaciones o entidades que se consideran dotadas de un cierto interés público, actúan en el tráfico como personas independientes de los miembros que las forman, siempre y cuando contasen con el debido reconocimiento o autorización del poder secular o eclesiástico correspondiente.
Dicho estado de cosas continúa hasta el momento en que se consolidan las Monarquías absolutas replanteándose de nuevo la tensión recurrente entre el Estado (difícilmente distinguible del propio monarca) y los individuos particulares.
De otra parte, en el siglo XVI aparecen ya en estado embrionario las sociedades anónimas. Bajo la forma de compañías comerciales o “Compañías de Indias” consiguen el privilegio de comerciar en régimen de monopolio en las lejanas tierras “recién descubiertas” y limitar su responsabilidad a las aportaciones de los socios, sin que en ningún caso los acreedores de las compañías pudieran dirigirse contra los patrimonios particulares de los socios. Este último dato técnico, la limitación de la responsabilidad patrimonial, se convierte a partir de ahora en una de las notas características de la persona jurídica.
Por consiguiente, el punto final de la evolución apuntada comporta la desaparición del interés público para dejar paso al interés particular de los socios.
En el siglo XIX, la construcción teórica de Savigny refuerza la “teoría de la ficción”, calificando a las personas jurídicas de “ficticias” y señalando las barreras existentes entre los tipos básicos de personas jurídicas de interés para el Derecho Civil: las Asociaciones y las Fundaciones.
La Concepción Antropomórfica
A finales del siglo XIX, otro gran jurista alemán, OTTO VON GIERKE, propone el abandono de la teoría de la persona ficta, demostrando que las que llamamos personas jurídicas no eran una pura creación del legislador, sino una serie de organismos o entidades que realmente tienen una innegable presencia social, una vida propia e independiente de los seres humanos que la comportan. Por tanto, el Derecho no lleva a cabo una verdadera creación de tales entes, sino que se limita al reconocimiento de su existencia y a establecer el régimen jurídico que les debe resultar aplicable, fijando su ámbito de actuación.
El reconocimiento de la personalidad y la doctrina del “levantamiento del velo”
El planteamiento antropomórfico de Gierke tiene alguna fisura de importancia, precisamente pro cuanto se refiere al control de las personas jurídicas por el propio Ordenamiento jurídico. Si se parte de la base de que éste ha de reconocerlas, al menos se habrá de admitir que el Derecho regule las condiciones y presupuestos que han de cumplir para que se les otorgue la personalidad jurídica.
Por tales razones, ya en el siglo XX, la persona jurídica no puede analizarse exclusivamente desde el punto de vista del fundamento de su existencia, sino considerando las condiciones de admisibilidad de los distintos tipos de personas jurídicas reconocidas por el propio sistema jurídico. Así pues, siendo el substratum antropomórfico un punto de partida imprescindible, es igualmente necesario un acto de reconocimiento legislativo a efectos del otorgamiento de la personalidad jurídica al tipo de organización social preexistente.
Es más, incluso una vez creada la persona jurídica y reconocido, por tanto, su ámbito propio de autonomía, no puede dejar de pensarse en la posibilidad de controlar la actuación concreta de las personas jurídicas. Los abusos llevados a cabo bajo el amparo del hermetismo de la persona jurídica han sido tantos que, finalmente, los tribunales han debido atender a la realidad subyacente en los casos más ostensibles de actuación fraudulenta. Se resuelve, pues, evitar tal desenlace, acudiendo a la idea figurada de “levantar el velo” o de “desentenderse de la personalidad jurídica” de las personas jurídicas y analizar el fondo de la cuestión para llegar a soluciones presididas por la justicia.
La doctrina del “levantamiento del velo” constituye así un punto de llegada que desde la práctica judicial americana (que fueron los primeros en llegar a esa conclusión) ha pasado a los países europeos y, entre ellos, España. Nuestro Tribunal Supremo, sin acudir explícitamente a dicha expresión, ha considerado en numerosas ocasiones inoponible la separación de personas y patrimonios cuando ella se alega de mala fe; desde 1984 en adelante, son numerosas las cuestiones en las que, textualmente, se formula una doctrina jurisprudencial completa y perfilada de la doctrina del “levantamiento del velo”, que consiste en que “si la estructura formal de la persona jurídica se utiliza con una finalidad fraudulenta y de forma desajustada, los Tribunales podrán descartarla con la correlativa separación entre sus respectivos patrimonios”.